Te encontrás ahí, sobre una roca en medio del agua. El mundo se ha reducido a este instante: el frío que muerde, las gotas que caen como si el cielo también llorara, y ese casco frente a vos. No hay nadie más. Solo vos y esa pieza de metal que guarda más de lo que parece.
Mirá bien. Ese casco no es solo un objeto. Es todo lo que usaste para protegerte, para esconderte, para no sentir. Te lo pusiste tantas veces que hasta olvidaste cómo era respirar sin su peso. Pero ahora lo mirás, lo tocás, y por primera vez entendés: no lo necesitás.
¿Cuánto tiempo te llevó llegar a este momento? Escalaste tus miedos, sorteaste las corrientes, soportaste el frío. Y ahora estás acá, descalzo, vulnerable, mirando cara a cara lo que antes te definía. Te pregunto: ¿Qué sentís? ¿Alivio? ¿Miedo?
No es fácil soltar lo que nos protegió. Pero sabés que seguir cargando con eso sería más difícil. Porque no naciste para esconderte detrás de un casco. Naciste para sentir el viento en la cara, el agua en la piel, el peso del mundo y la liviandad de soltarlo.
Entonces, ahí estás, en la cima de tu roca, tomando la decisión más importante: ¿Lo volvés a poner o lo dejás ir?