El frío está en todas partes, pero no es la nieve lo que más pesa. Es esa carga que no ves, esa conexión que llevás porque no te animás a soltar. Lo sentís en cada paso, ese tirón invisible que no sabés si es un salvavidas o una prisión.
¿Por qué seguís ahí? Tal vez te convenciste de que lo necesitás. Tal vez pensás que sin ese vínculo te perdés, que el frío sería demasiado, que el viento te tumbaría. Pero si mirás bien, te das cuenta de algo: el peso no está en la cuerda, está en vos. Es el miedo a la soledad, a caminar sin guía, a no tener a quién seguir.
Y ahí está la paradoja. Creés que esa conexión te mantiene a salvo, pero en realidad es lo que te mantiene inmóvil. Te arrastrás, aguantás, porque no querés enfrentar el vacío de estar por tu cuenta. Pero sabé esto: la cuerda no te protege del frío. La cuerda es el frío. Es la resistencia que te niega el movimiento, el avance, la libertad.
Soltar no es fácil. No porque la cuerda sea fuerte, sino porque tus manos están acostumbradas a sostenerla. Pero te pregunto: ¿Cuánto más podés avanzar así? ¿Cuánto más vas a aguantar la ilusión de que estás protegido, cuando lo único que hacés es sobrevivir?
El frío no se va a detener, pero tampoco lo hará el tiempo. Algún día vas a tener que enfrentarlo, cortar la cuerda y empezar a caminar solo. No porque sea más fácil, sino porque es la única forma de avanzar hacia lo que realmente sos.