El agua te rodea, sube hasta tu cintura, y el cielo pesado amenaza con derramar más de lo que ya tiene. Pero ahí estás, sosteniendo un paraguas. ¿Por qué? ¿Qué creés que estás protegiendo?
Ese paraguas no es contra la lluvia, ni contra el agua. Es un símbolo, una ilusión de control. Lo llevás como si pudieras evitar lo inevitable, como si ese pequeño objeto pudiera cambiar algo en un paisaje que te supera en magnitud. Pero no lo hace. No puede. Lo sabés. Y aun así, lo seguís sosteniendo.
El agua no es el enemigo. Nunca lo fue. Es lo que te sostiene, lo que te envuelve. Pero, de alguna manera, aprendiste a desconfiar de ella, como si el acto de entregarte pudiera destruirte. Y ahí está el problema: querés caminar entre lo inevitable, querés avanzar en medio de lo inmenso, pero seguís aferrándote a una protección que no necesitás.
¿Qué pasaría si soltaras el paraguas? ¿Si dejaras que el agua caiga sobre vos sin resistencia? ¿Si aceptaras que no hay nada que proteger, porque nunca hubo peligro real, solo la idea de uno? Tal vez te mojarías, tal vez sentirías el frío. Pero también sentirías algo más: libertad.
El paraguas es un límite autoimpuesto, una barrera entre vos y el mundo. Y la pregunta no es por qué lo llevás, sino cuánto tiempo más lo vas a sostener.