Ahí estás, en el corazón de un desierto sin fin. El suelo está seco, quebrado, vacío. El calor lo llena todo. Pero vos, encerrado en ese cubo de agua amarilla, te aferrás a tu pequeño refugio. Un espacio creado por vos, una burbuja que parece mantenerte a salvo de la hostilidad del afuera.
¿Pero realmente estás a salvo? Mirá bien. Ese cubo es un límite. Es el lugar donde decidiste quedarte, creyendo que el agua es suficiente, que no podés enfrentar el desierto. Y mientras tanto, afuera, el mundo sigue. El cielo sigue brillando, el viento sigue soplando, pero vos seguís quieto, inmóvil, atrapado en algo que no es vida, sino una pausa.
Te acostumbraste al agua tibia, al casco que te protege de respirar demasiado profundo, al espacio limitado que te da seguridad. Pero en el fondo lo sabés: esto no es libertad. Esto no es vivir. Es sostenerse en lo mínimo, en lo que apenas te mantiene en pie, mientras la inmensidad del desierto te llama a salir.
El agua no es tu salvación, es tu excusa. Te decís que está bien quedarte ahí porque es más fácil, porque es menos doloroso. Pero te pregunto: ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto más vas a conformarte con una jaula disfrazada de refugio?
El desierto no es tu enemigo. Es tu desafío. Porque ahí, en lo inhóspito, es donde realmente entendés quién sos. Afuera, en ese terreno que parece imposible, es donde el crecimiento sucede. El cubo no es tu casa. Es tu límite. Y vos no naciste para quedarte en un límite. Naciste para romperlo.